La fiebre del oro en la frontera de México y Estados Unidos, en 1850, es un suceso que marcó la historia del estado de California, desencadenando una intrépida carrera en busca del metal dorado.
James W. Marshall en 1948 era agricultor, ganadero y oficial de aserradero. Había servido como voluntario en la guerra de Estados Unidos contra México en 1846, acontecimiento que supuso la anexión de California a Estados Unidos.
En asociación con John Sutter, un empresario de suizo que había llegado a Estados Unidos tras dejarlo todo en busca de un futuro envuelto en riqueza. Marshall y Sutter inician la construcción de un aserradero. Un 24 de enero de 1848, Marshall se levantó por la mañana con la idea de solucionar los problemas de la bomba hidráulica para el aserradero. Al acercarse al río se puso a observar los reflejos del sol en el agua cristalina, percibiendo unos destellos al fondo.
Tomando un puñado de tierra, comenzó a limpiar con sus dedos hasta encontrar pepitas de un color dorado intenso. Acudió con uno de los hombres de la serrería, a quien le dijo entusiasmado sobre el hallazgo del metal dorado.
Si bien Sutter, tras conocer el hallazgo de Mashall, había tratado de encubrir la noticia y no despertar interés, las personas hablan y los rumores se extendía. La noticia desencadenaría la mayor fiebre del oro del siglo XIX. Más de 300 mil, hombres, mujeres y niños recorrerían mares, océanos, desiertos y bosques para conseguir su pequeño pedazo de felicidad dorada.
Los rumores se extendieron rápidamente hasta llegar a oídos de algunos periodistas de la ciudad de San Francisco. Un editor y dueño de una tienda de San Francisco llamado Samuel Brannan fue a ver qué pasaba, al saber que los rumores eran ciertos, lo primero que hizo fue abrir una tienda que vendía suministros de prospección.
“Luego regresó a San Francisco, se vistió con sus mejores galas y atravesó la pequeña ciudad con un frasco de oro como un trofeo por encima de su cabeza.
«¡Oro!», gritó. «¡Oro! ¡Oro! ¡Oro del Río de los Americanos!», señalan historiadores.
Para diciembre de 1848, el presidente de Estados Unidos James Knox Polk confirmaba la noticia oficialmente al Congreso tras el hallazgo de pepitas de oro, y el New York Herald informaba en un amplio artículo sobre el hallazgo de oro en California
«Todo el país resuena con el sórdido grito de ‘¡Oro! ¡Oro! ¡Oro!», publicaba el periódico en ese entonces , «mientras que el campo queda medio plantado, la casa está medio construida y todo descuidado, aparte de la fabricación de palas y piquetas».
Miles de aspirantes a prospectores —conocidos como los «49ers» (de ahí el origen del nombre del equipo profesional de fútbol americano de los Estados Unidos con sede en el área de la Bahía de San Francisco, California) — inundaban el estado todos los días.
La mayor parte de los inmigrantes llegaba por mar, muchos desde la costa este de Estados Unidos, conocidos como Argonautas, y otros mineros provenientes de Nueva Zelanda, Australia o China. De Europa vinieron miles de franceses, ingleses, alemanes e italianos; siendo esta la primera fiebre del oro que se extendió por todo el mundo.
En enero de 1848, San Francisco contaba con 800 residentes; a fines de 1850 tenía unos 25.000, muchos de ellos en chozas y carpas. Sin embargo, el vacío legal en que se encontraba California, anexada a EE. UU. pero no constituida en estado hasta 1850, facilitó el establecimiento de los inmigrantes y el reparto de las concesiones mineras, aunque también propició los enfrentamientos violentos entre mineros y la formación de todo tipo de mafias.
Para 1855, las cantidades de oro descubiertas disminuyeron y fueron los grandes empresarios los que se hicieron con las concesiones. El oro de California se repartió por varias naciones, sobre todo en los países de procedencia de los mineros, quedandose gran parte en Estados Unidos, cuyo suceso foralecía no sólo a su moneda, sino al desarrollo de todo un estado y nación.